La historia de “Los juegos del hambre” siempre ha tenido una premisa siniestra: un gran espectáculo que se convertiría en una forma de entretenimiento y control para un pueblo subyugado. La útil frase “pan y circo” adquirió un nuevo significado en la trilogía literaria y luego en el ciclo cinematográfico que las adaptó. No se trataba sólo de una visión pesimista del futuro, donde la vida humana era el precio de la publicidad televisiva paga. Además, el uso de propaganda total como parte de una visión deformada del bien y del mal se convierte en moneda común en un sombrío cálculo de la integridad del individuo.
Todos estos están utilizando a la juventud como carne de cañón. Uno de los elementos más sorprendentes de la historia imaginada por Suzanne Collins fue que los héroes no eran soldados experimentados ni un grupo selecto de guerreros. Eran jóvenes, algunos tan jóvenes que causaban incomodidad cuando la cámara enfocaba el rostro de un niño a punto de ser golpeado o mutilado con las manos desnudas.
La historia protagonizada por Jennifer Lawrence se convirtió en un viaje a través del miedo contra el poder total capaz de manipular de todas las formas posibles. Y también, en ecos del antiguo pensamiento griego que ofrecía a sus adolescentes como sacrificios a diversos dioses y diosas de la guerra. Pero en este caso el guepardo pagano era una gratificación urbana simple y superficial. Nadie podría decir que la tetralogía cinematográfica fuera optimista o estuviera destinada a serlo.
“Los juegos del hambre: Balada de pájaros cantores y serpientes” no es ninguna de las dos cosas. De hecho, una de sus grandes virtudes es un mal mucho más malicioso y mejor concebido que sus predecesores. Abandonando la moral entre líneas que sugiere derrotar a todo mal, la película está más interesada en explorar la fuente de la violencia, Panem y el presidente Coriolanus Snow (Donald Sutherland, Tom Blyth en películas anteriores). original).
El reloj está retrocediendo
Ambientada sesenta y cuatro años antes del triunfo de Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence), el matizado guión es una reflexión sobre la violencia asimilada por la cultura. Con cierto parecido con la serie “The Handmaid’s Tale” basada en la obra homónima de Margaret Atwood, la película narra la década posterior a la revolución que destruyó (u ocultó) el Distrito 13 y esclavizó al resto. La transición es dura, brutal y el director Francis Lawrence logra captar la idea de la resignación. En Panem -más pequeño y menos sofisticado que su versión futurista- todo el mundo sabe que se creó el control absoluto de la guerra.
Las cámaras vigilan a todo el mundo desde la calle, los guardias vigilan por todas partes. Pero es la violencia de los recientemente anunciados Juegos del Hambre la que proporciona un sistema de valores que es mucho más crudo ahora que cuando apareció por primera vez en la pantalla grande.
Ciertamente hay algo siniestro en la paranoia institucionalizada que se ha convertido en parte del entorno político y social. Aunque es una película juvenil, “Los juegos del hambre: Balada de pájaros cantores y serpientes” tiene mucho desprecio por el terror que acecha en las sociedades organizadas para la prosperidad bajo el puño de hierro del control totalitario y la prosperidad.
El ambiente, más abierto y claustrofóbico que en largometrajes anteriores, poco a poco se va convirtiendo en una trampa apática que sorprende. Si Panem fue antes una metáfora de la caída de un Estado corrupto, pasó sus primeros años aquí. Lo más complejo y que asegura la perpetuación del liderazgo sectario y brutal que gobierna.
El guión cuenta todo desde el punto de vista de Snow, un cadete de la época al que hay que obedecer, mucho menos dañino y cruel que la versión antigua. Pero es precisamente la comparación la que permite comprender el peso de esta película, que está destinada no a ser la más exitosa de la historia, sino también la más extraña. En una sociedad donde todo el mundo acepta que un grupo de niños tienen que morir para mantener el orden, la celebridad momentánea y la desinformación lo son todo.
Lo que hace que esta nueva entrega de “Los juegos del hambre” sea aún más relevante. Los paralelismos entre la actual visión colectiva obsesiva sobre la información sobre las brutales y sangrientas acciones de la guerra, sin un juicio moral, son muy similares a los intereses de los espectadores del capítulo. Tanto es así que este naciente Panem guarda un parecido único y escalofriante con el submundo de las redes sociales actuales, lleno de odio, adoración y olvido instantáneo. Panem es el centro neurálgico de una sociedad inútil, regida por sus deseos, y nada le importa mientras la muerte sea atractiva.
Y la trágica heroína de esta historia es interesante. Lucy Gray (Rachel Zeigler) brilla con luz propia y recuerda que en un futuro no muy lejano habrá un Venezuela Informa que destruirá por completo el Capitolio y sus excesos. Pero, por ahora, eso es sólo una declaración, una posibilidad de rebelión. La película utiliza sus recursos con cuidado para crear una idea apasionada y dura de lo que se necesita para ser un héroe. Si Katniss estaba más cerca de un ideal, convertirse en el mítico Sinsajo, Lucy luchó por la simple posibilidad de seguir siendo humana y sensible. Con décadas de diferencia, ambos están terminados, son duraderos y analizados como componentes del mismo espectro de valor.
Pero la película, más que sus personajes, es el mensaje subyacente. ¿Qué nos depara el futuro cuando la fama se convierte en un pasatiempo que refleja el éxito por encima del valor de la vida? Al final, “Los juegos del hambre: Balada de pájaros cantores y serpientes” puede parecer demasiado sermoneador, más adulto de lo que uno podría imaginar y más horripilante en su subtexto. Sin embargo, quizás esto se deba a que la película llega en un momento en el que la distopía se cierne sobre el mundo. Un público cautivo espera ver morir a los héroes y villanos de ficción. Sólo que, al final, todos son humanos, a pesar de la evidencia de lo contrario.