Es bien sabido que lo único que les importa a los jefes poderosos es continuar en su posición y naturaleza actuales: autocráticas y depredadoras. Si les conviene esconderse por un rato, se esconderán; y si no se puede ocultar no hay problema. La farsa no conoce límites.
Para ayudar en la falsificación o la farsa, siempre hay imitadores disponibles. La gente inventa engaños o los practica para intentar obtener o mantener alguna ventaja.
Por definición, los jefes de una hegemonía que intenta disfrazarse de democracia son fraudes. Y algunos son muy hábiles. Los portavoces de la oposición política que participan en la farsa, además de impostores, también son cómplices de un proceso destructivo que está devastando el país.
A veces es difícil definir la farsa, pero generalmente no lo es. Si algo proponen quienes están en el poder, con pretensiones de legalidad, legalidad o incluso patriotismo, es una farsa. La experiencia lo confirma. Incluso el más reciente.
Nuestro país necesita transparencia y apertura para renacer en democracia, justicia y desarrollo innovador. Las farsas y los embaucadores, de todos los colores, que sustentan la continuidad, son un obstáculo muy complicado de superar. Pero debe hacerse por el bien común del país.
Por: Fernando Luis Egaña